Sobre las mesas de oro, las cajas de marfil refinado contenían las papeletas marcadas por los votantes. Ese día se habían celebrado las elecciones más esperadas en los últimos cinco mil años celestiales. Durante ese tiempo las revueltas habían estado a la orden del día. Una considerable parte de ángeles y almas se hallaba inconforme por el desempeño de Dios Padre como gobernador del cielo, y habían esperado con ansias la elección de las nuevas autoridades celestes.
Los arcángeles habían protegido las urnas durante el proceso eleccionario y se disponían a contabilizar las papeletas. La comunidad de almas y ángeles electores esperaba con curiosidad los resultados. Todo indicaba que Dios Padre dejaría el trono para que lo ocupara el Espíritu Santo, que durante la campaña había prometido bendiciones para todas las almas, sin distinción de sus acciones en la tierra.
Dios Padre, en su campaña, había prometido enderezar el camino de los mortales y quitar de la mente de los humanos esa mala idea de querer ser Dios.
–Los humanos cada vez se parecen más a nosotros –había dicho varios días antes en un discurso pronunciado en el pórtico del cielo– y eso no es bueno.
El Espíritu Santo había llegado a ser candidato a petición de un grupo de ángeles y almas que consideraban que aquel acto de represión de ideas emprendido por Dios Padre iba en contra del libre albedrío prometido en el principio de los tiempos, es decir, era una violación a la constitución de la vida y la existencia. Así que el Espíritu Santo, sin ánimos de blasfemar contra Dios Padre, prometía dejar a los humanos actuar conforme a su voluntad, bendiciéndoles cada día para que su inteligencia siguiera expandiéndose sin limitación alguna.
A las cuatro de la tarde, hora del cielo, se cerraron las urnas y se inició el conteo de votos. No quedó ángel ni alma alguna sin votar.
En el infierno, el diablo seguía de cerca el proceso eleccionario. Sabía que cualquiera de los candidatos que quedara en el poder, le sería, como siempre, un enemigo a muerte, pero había que estar al corriente de todo. El consejo de diablos, reunido en el capitolio del infierno, observaba en las pantallas gigantes el conteo de los votos en el cielo.
Los altoparlantes colocados en los pedestales de oro del cielo resonaban con cada voto contado. Un arcángel, a juzgar por su vestimenta, sacaba de cada urna las papeletas y las contaba públicamente.
–Tres mil cuarenta y nueve votos divinos para el Espíritu Santo. –Dijo con voz poderosa.
En la plaza mayor del cielo, cientos de ángeles y almas guardaban silencio y celebraban cuando se contabilizaba un voto para su candidato preferido.
–Cinco mil ochenta votos divinos para Dios Padre. –Se escuchó.
Los ciudadanos sagrados seguían de cerca el conteo.
–Tres mil millones ochocientos tres votos divinos para el Espíritu Santo. –Dijo el escrutador.
El jolgorio se intensificaba.
–Tres mil millones ochocientos ocho votos divinos para Dios Padre. –Repitió el contador.
Desde la plaza, un bullicio enérgico se extendió convertido en eco hasta las montañas de la tierra y resonó en las profundidades del mar.
A las cinco de la tarde con diez minutos, hora del cielo, solo faltaban tres mesas que contar, unos trescientos veinticinco votos, aproximadamente.
Otro bullicio se extendió desde la plaza. Esta vez el poder era tal que el universo entero se llenó de aquel ruido celestial. El escrutador continuó sacando papeletas. Hasta que, a falta de tres papeletas por contar, ambos candidatos tenían a su favor igual cantidad de votos.
En el infierno, el diablo sentado en su mecedora observaba con intriga el conteo. Envió a un demonio sirviente por una cerveza fría, éste obedeció de inmediato, pero volvió con una caliente.
–Solo de éstas quedan. –Le dijo, agachando la mirada.
Y mientras el diablo se empinaba la botella para beber y calmar sus nervios, el escrutador dio por terminado el conteo.
En la plaza mayor del cielo las canciones celestiales no se hicieron esperar. La tierra y el universo entero retumbó de emoción. El diablo, junto a su consejo de demonios, se vieron unos a los otros, y observaron durante algunos instantes la juerga divina. Luego, el jefe del infierno, con enfado, lanzó un rayo y apagó las pantallas, salió en dirección al lago de fuego donde se atormentan a las almas. Las observó sufrir y debatirse entre la miseria, la pobreza y la ignorancia. Reflexionó y volvió en sí.
–Creo que debemos ir a elecciones –dijo en sus adentros– éste es un acto que despierta emoción y felicidad en las almas, incluso en las más pobres. –Pero dio un salto de miedo preguntándose:
–¿Y si pierdo?