En el verano de 1980, al pueblo del Alto Bosque llegó un ilusionista. Nadie sabía qué hacía un ilusionista, nunca habíamos visto uno. Los niños de la escuela teníamos mucha curiosidad por descubrir los afanes de aquel hombre, las gentes adultas decían que no era buena idea mantenerse cerca de él. Su nombre era Eliseo Bermúdez.
Nomás llegó, preguntó por el alcalde auxiliar, que, por aquel entonces, era Bartolino Agapito, luego fue a visitarlo.
La noticia no se hizo esperar. ¿Quién era ese hombre? ¿qué buscaba? ¿de dónde venía? Al atardecer, Bartolino Agapito convocó al poblado a reunión en la plaza central, toda la gente andaba curiosa; y allí, el desconocido fue presentado por el alcalde auxiliar como “Eliseo el ilusionista”.
Fue la primera vez que Carlos y yo escuchamos de un oficio de ese tipo, y al igual que nosotros, toda la gente andaba preguntándose lo mismo “¿qué hace un ilusionista?”.
Al anochecer cayó una lluvia que hizo crecer los ríos y derrumbarse algunos terrenos. Algunas personas asociaron aquel suceso con la llegada del ilusionista.
Al día siguiente de su llegada, el ilusionista hizo su primera función en la plaza central. Al evento vinieron toda la gente del pueblo y varias personas de los lugares aledaños. Carlos y yo estuvimos allí.
Esa vez no hizo magia, ni alteró ningún elemento de la naturaleza. Se limitó a contar algunos chistes que hicieron reír a algunas gentes, y enfadaron a otros. Habló de las próximas funciones que se desarrollarían en el lugar y de la necesidad de vivir con alegría.
-Para eso he venido-, dijo -para darles un poco de mi felicidad.
En los próximos eventos, realizó trucos cada vez más espeluznantes. Los abuelos fueron prohibiendo a la adolescencia ir a ver al ilusionista, decían que no era cosa de Dios. Pero Carlos y yo siempre hallábamos un motivo para escaparnos e ir a las funciones.
Cierta vez vi cómo una guitarra tocaba dulcemente una nota de Mozart, que, claro, por aquel entonces yo desconocía. Sin que el hombre la ejecutara, solo le dio una orden:
-Mozart en tus cuerdas-, dijo.
Y la guitarra tocó durante varios minutos. Luego la mandó callar, y ella obedeció. En el rostro de las personas presentes se figuraban gestos de asombro, de alegría, lágrimas que rodaban y hasta hubo uno que salió corriendo nomás ver que la guitarra obedeció la primera orden.
En otra ocasión, los asistentes observamos cómo de una roca salían hierbas, el hombre las mandaba florecer y ellas estiraban sus ramillas y florecían. O el truco de cuando mandó resucitar a un perro que se le había muerto a don Lucas, el de la cantina. El animal había muerto en la mañana y el ilusionista lo había solicitado para la función de la noche, allí lo vimos caminar e irse por la calle que conectaba la plaza y la cantina; aunque después nadie supo nada más del perro.
Ante la ilusión en la que vivía la gente, una vez, después de casi un año, Carlos y yo tuvimos la osadía de ir a buscar al ilusionista a su casa que había construido en las orillas del pueblo. Nos recibió con amabilidad y conversamos largo rato con él.
– ¿No ha pensado usted en viajar en el tiempo? -, preguntó Carlos.
-Esas cosas no son cuestión de trucos ni de ilusiones-, dijo el hombre. -No es bueno meterse con ellas-.
Su rostro cansado y su mirada aguda no daban muchas explicaciones de lo que pensaba, sentía o creía.
-Pero claro que es posible hacerlo-, dijo después de un momento de silencio. Nos vio de arriba abajo, sus ojos brillaron y sonrió levemente.
-Hagamos algo-, prosiguió. -Elijan ustedes a los diez hombres más ancianos de este pueblo. Nómbrenlos y yo los reconoceré. Luego les diré lo que harán-.
Carlos y yo nombramos a los diez ancianos. El ilusionista anotó en un cuaderno aquellos nombres. Los releyó, luego nos vio a nosotros de pies a cabeza, volvió a repasar la lista y dijo:
-Federico, vuelve a tu niñez-.
Y don Federico, el primer anciano que habíamos nombrado, apareció por la puerta trasera de la alcoba, hecho un niño. Sí, era Federico 78 años antes, con solo cinco de edad. Nos quedamos estupefactos.
-Arturo, sigue a Federico-.
Y don Arturo, el segundo anciano que habíamos nombrado, apareció entre los jardines, convertido en un chiquillo de seis años.
Fue nombrando a los ancianos y ordenándoles volver a su niñez. Y todos, a la voz del ilusionista, aparecían siendo niños. Cuando todos estaban reunidos, nos llamó a Carlos y a mí hacia un lado del grupo de niños y nos preguntó:
– ¿Qué les gustaría que estos niños sean cuando crezcan? -.
Yo me adelanté, tal vez por el nerviosismo que me asistía, y dije que me gustaría que fueran doctores y profesores, así el pueblo tendría medicina y educación de sobra. Pero Carlos tuvo una mejor idea.
– ¿Y por qué mejor no les preguntamos a ellos, a ver qué les gustaría ser? –
El ilusionista nos vio, como pensativo, pero aceptó la propuesta y se dirigió hacia los niños que guardaban silencio. Ellos nos miraban, estaban asustados, luego agachaban la vista por temor a vernos a los ojos.
-A ver, muchachitos-, dijo el ilusionista- ¿qué les gustaría ser en su vida? -.
Los niños no respondieron. Se quedaron como si no comprendieran la pregunta. Entonces el ilusionista repitió la interrogación. A ella, uno de los niños afirmó que de mayor quisiera ser abogado. Otro dijo que le gustaría ser aviador.
-A mí me gustaría ser presidente del país-, dijo Alberto, a quien nosotros conocíamos por ser el pulpero del pueblo.
Yo quiero ser futbolista-, afirmó Alonso. Otros dijeron que quisieran llegar a ser doctores, maestros y creo que hasta hubo uno que deseaba ser cura.
Cuando el ilusionista dirigió la mirada hacia el ultimo niño, éste agacho su rostro. Había en aquella mirada tanta ternura y tristeza que parecía avergonzado de todo lo que veía. Un par de lágrimas rodaron por las mejillas del muchachito que permanecía cabizbajo.
-Y tu-, dijo el ilusionista- ¿qué te gustaría ser cuando seas mayor? -.
El niño vio a los ojos a su interrogador. Guardó silencio. Pero ante la insistencia del ilusionista, respondió.
-Quiero seguir siendo yo-.