Desde 2006 más de 5 mil mujeres han sido asesinadas en Honduras. Cada 14 horas asesinan a una y el 90% de los casos quedan en la impunidad. Las cifras se publican, los sentires, las protestas, los gritos de vida a veces se invisibilizan. Por eso salieron las mujeres pintadas de rojo.
Mañana nublada, que nos hizo pensar “ojalá que no nos llueva”. Y lo hizo, pero hasta después, el cielo se aguantó hasta que nos fuimos.
Llegamos al sitio establecido.
Resaltábamos porque éramos muchas. Un montón de mujeres en el Dunkin Donuts enfrente de la Casa Presidencial que se detuvieron a tomar café y algunas donas, por si se necesitaban las dobles fuerzas. Y como las mujeres siempre han sido algo peligrosas, especialmente unas tan brujas y tan rabiosas como las de esa congregación, inmediatamente empezamos a recibir miradas hostiles, los policías empezaron a rodear toda la pequeña plaza Santa María, siguiéndonos como sabuesos.
La voz se había corrido. Nos tenían en la mira.
Me perdí la congregación principal que salieron como diablas vengadoras, cruzando la calle en blanco, parando los carros, plantándose en frente de los portones, erizando los lomos cuarteados de los militares.
Me quedé con las rezagadas, y los guardias del Dunkin nos siguieron, tocándose sus pistolas, mirándonos con rabia poco disimulada, mientras nos decían “no pueden dejar sus carros allí”, aun cuando éramos demasiadas como para dejar tan poco carro alrededor, como diciéndonos, en realidad, “no pueden estar aquí. Está tierra no les pertenece.”
Llegamos y todo fue muy rápido.
Empezamos a cantar consignas. Antes de que me diera tiempo de sacar mi pincel y mi pintura roja ya todas habían sacado salsa de tomate y se estaban pintando de rojo el cuerpo. Sangre. Sangre por todos lados. Las tres mujeres que tenían sus cuerpos presentados hablaron de indignación, la indignación que veía reflejada en todos nuestros rostros mestizos. Hablaron de muertes, tantas muertes como las que estábamos allí.
Tantos como los militares que nos miraban y se escudaban detrás de una barrera para que no pasáramos. Cómo si su sola presencia y su aura de horror no fuera lo suficiente para mantenernos a una prudente distancia.
Las calles se cerraron porque las mujeres siempre son una amenaza, pero al menos así pudimos caminar por las calles vacías con más facilidad. Caminamos, los medios siguiéndonos los talones.
También nos siguió un vendedor de chicle, por si comprábamos algo. Y yo sólo podía pensar en las pobres piernas de algunas compañeras, a ver si no sería demasiado la caminata, a ver si no sería demasiado peso. Pero no dijeron nada, y siguieron. Los policías nos tomaron fotos.
Gente, algunas, asomándose por los locales y algunos gritando “¡Fuera JOH!” desde los mismos. Los militares tocando la funda de sus pistolas como diciéndonos “tengan miedo.”
Y sí, tuve miedo. Tuve miedo cuando cruzamos la calle y los carros no hicieron ningún amago de detenerse antes de eso.
O cuando llegamos y los militares estaban allí, siempre allí, con sus tantas pistolas, y sus botas de muerte, y sus toletes. Tuve miedo cuando nos ponían las cámaras en la cara, nos miraban, nos reconocían, nos catalogaban, y me preguntaba: “¿Cuándo descubrirán dónde vivo?”. “¿Cuándo será el día que saldré de mi casa y un auto me recogerá y nunca volveré?”
Lo que no sabían, y no podían saber, es que siempre tengo miedo. Que transpiramos miedo. Que vivir en Honduras como mujer es tener tanto terror que el miedo y tu conviven hasta que la línea que los separa empieza a desvanecerse y ya no sabes dónde empiezas tú, y dónde empieza el miedo, pero al conocerlo tan íntimamente, sabes cómo usarlo para que no te inmovilice, sino para que se convierta en las palabras de las mujeres desnudas que como todas tenían sueños y esperanzas, y terminaron en zanjas descuartizadas.
Palabras de miedo electrizante lleno de adrenalina. Miedo como el de cuando saltas muy alto, te presentas en un teatro, o caminas tan lejos que te pierdes pero sigues porque quieres saber que hay más allá. Así que seguimos.
Fotografía: Karen Medina