La diversidad garífuna a la caza de su tierra prometida

En el norte de Honduras, en las tierras en disputa del pueblo garífuna, las personas de la diversidad sexual y de género están en primera fila. Sueñan con construir en los «territorios ancestrales» sus hogares seguros, alejados de la violencia intrafamiliar y del odio hacia sus identidades, desafiando la avidez de extranjeros por conseguir un pedazo de paraíso en las mejores playas del Caribe. 

Por: Célia Pousset
Fotografías: Carlos Barrera

Trujillo, junio 2024

Ya van a entrar en acción. Hay coordenadas, hay fecha, hay tambores y caracoles. No sabemos cuántos son ni cómo se llaman porque no lo van a decir. Sabemos que son garífunas y sabemos que si la Policía pregunta «¿quién es el que manda aquí?», van a contestar: «los ancestros». Van a entrar en un terreno que consideran propiedad colectiva del pueblo garífuna y se quedarán viviendo en tiendas de campaña, organizándose para cocinar, vigilar el sector y evitar probables desalojos por cometer, según las autoridades, una usurpación de tierra.

Propiedades del terreno anhelado: centenares de manzanas enfrente del mar Caribe, en las afueras del municipio de Trujillo, en el departamento de Colón, Honduras. Mucho monte. Algunas casas vacías. 

Propiedades del terreno anhelado: está inscrito en el Registro de la Propiedad a nombre de una empresa de Randy Roy Jorgensen, un magnate de los bienes raíces en Trujillo, de nacionalidad canadiense, apodado «el rey del porno», por sus actividades de productor de esta industria en Canadá y quien, según el Ministerio Público hondureño, es un estafador y lavador de activos. 

Un hombre trans, al que llamaremos Bonifacio García, decidió aprovechar el contexto para reivindicar esa porción de la bahía de Trujillo, con el respaldo de la Organización Fraternal Negra Hondureña (Ofraneh), la federación del pueblo garífuna que trabaja con 47 comunidades garífunas en Honduras. El Bonifacio García real existió, vivió en esa franja del Caribe antes de que fuera invadida por condominios destinados a extranjeros jubilados y casas de mar; ahora está muerto y en este texto usamos ese nombre para proteger la identidad de quien lidera esa operación. 

—Ya todo está planeado. Ojalá que la gente no se eche atrás —dice Bonifacio en una llamada telefónica, a inicios de junio. 

—¿Cómo te preparaste? —pregunto.

—Es un trabajo de hormiga. Primero consulté los mapas del  título ancestral para ver si el terreno que queremos recuperar está dentro de los límites.

El título ancestral al que se refiere es un documento otorgado por el expresidente Manuel Bonilla al pueblo garífuna en 1901 para garantizar su tenencia sobre siete mil hectáreas en Trujillo. Entre las líneas del título, leo que un tal Rafael Serrano fue, en aquel entonces, nombrado por el «Supremo Gobierno» de Honduras para «practicar la mensura de los terrenos concedidos a los morenos de los barrios de Cristales y Río Negro». Sigue un mapa dibujado a mano que delimita los terrenos a lo largo de la bahía de Trujillo. Es fácil de ver: tienen todas las playas y porciones de tierra en el interior. 

La playa frente a los territorios recuperados de la comunidad garífuna, frente a la bahía de Trujillo, en el departamento de Colón. Allí, aún hay tierras en poder de foráneos que mantienen enclaves vigilados para que nadie pueda acceder. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

—¿Y está dentro? —pregunto, mientras trato de comparar mentalmente el mapa ancestral y el Google Map donde busco los terrenos de Randy Roy Jorgensen.

—Sí. También hablé con personas mayores que viven en la zona para saber si generaciones atrás estábamos ahí. Después de esta investigación, avisé a la comunidad. «Vamos a recuperar un predio», les dije. 

Cada quien tiene como misión avisar a su familia y amistades. Así, poco a poco la gente se entera, «se alegra o se asusta». Es algo que se riega. En la llamada, Bonifacio está tenso. Dice que el plan es ir caminando desde una tierra llamada Tres Conchas a esta nueva tierra anhelada y, sin más rodeos, entrar. No habrá cercos que cortar, lo que facilita la operación, pero él sospecha que un «sapo» reveló su plan a las autoridades, porque ha visto mayor presencia policial en la zona en los últimos días. Además, anticipa que «seguramente habrá guardias o gente del Estado vigilando»

A finales de abril de 2024 este terreno fue asegurado por la justicia hondureña, en medio de una persecución penal por estafa y lavado de activos en contra de Randy Roy Jorgensen y otros dos canadienses. Según el Sistema Nacional de Administración de la Propiedad, más de 200 lotes vinculados al fraude fueron asegurados, y el juzgado de privación de dominio ordenó, en mayo, la incautación del domicilio de Roy Jorgensen y de la sede de su empresa inmobiliaria Desarrollo Visión de Vida. 

Entre 2008 y 2024, Randy Roy Jorgensen, Daren Wade Weeks y Malik Zahariah vendieron lotes a compradores canadienses por un precio de entre 29,000 dólares y 45,000 dólares a través de tres empresas que trabajan en conjunto: Desarrollo Visión de Vida, que ofrecía «lotificar, desarrollar, traspasar, administrar el proyecto inmobiliario»; Life Vision Properties, que recibía el dinero en Canadá; y Fast Track To Cash, que promocionaba el desarrollo inmobiliario a través de seminarios de inversión en Canadá. Un grupo de canadienses estafados denunció a Roy Jorgensen porque nunca pudieron instalarse en las casas prometidas a pesar de haber pagado la totalidad del precio. La Fiscalía Especial Contra el Crimen Organizado abrió una investigación. 

En resumen, lo que está a punto de suceder es que un grupo de garífunas, aún sin composición definida, pero en su mayoría integrado por quienes viven de la tierra y de la pesca en Trujillo, y liderado por un hombre trans, está por tomarse los predios de uno de los hombres más poderosos del municipio. 

 «¿Y cuándo irán?», pregunto. «Mañana, mañana entraremos», responde Bonifacio. 

Tegucigalpa, abril 2024 

Tres meses antes del plan de Bonifacio.

Los tambores retumban en la capital de Honduras y el yurumen, el himno garífuna, se alza entre los pilares de hormigón de los bajos del Congreso. «Nosotros somos despojados de nuestro territorio», dice un verso del himno. 

Estamos en el campamento que instaló la Ofraneh en Tegucigalpa para celebrar el aniversario de la llegada del pueblo garífuna a Roatán, el 12 de abril de 1797. Los garífunas llegaron a Honduras en balsas, desterrados de la isla de San Vicente por esclavistas ingleses. Es lo que llaman «el primer despojo». Después de establecerse en las Islas de la Bahía, crearon comunidades en los departamentos de Cortés, Colón y Atlántida. En 1887 y 1901 recibieron los títulos de propiedad colectiva por parte de los expresidentes Bográn y Bonilla. Pero el territorio habitado se fue reduciendo por la venta indebida de pedazos de tierra, por la expansión del control del crimen organizado, y por la implementación de proyectos inmobiliarios impulsados por las municipalidades. El segundo despojo. 

El grupo de danza Arcoíris del colectivo LGBTIQ+ garífuna de la Ofraneh, durante el fedu, baile tradicional y espiritual, realizado en los bajos del Congreso de Honduras. El colectivo garífuna LGBTIQ+ se fundó en 2016 y desde entonces protege y apoya a personas garífunas que padecen persecución o discriminación a causa de su identidad de género. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

«No venimos de rodillas a pedir nada,  no venimos a negociar», dice Miriam Miranda, coordinadora de la Organización Fraternal Negra, «exigimos el cumplimiento de las sentencias de la Corte Interamericana.» Las tres sentencias a favor de los garífunas constituyen el respaldo de la justicia internacional en la lucha de «recuperación territorial». El Estado de Honduras fue vencido en 2015 y 2023, condenado por violaciones al derecho a la propiedad colectiva de la tierra y derecho a la consulta, en los casos de Triunfo de la Cruz (Tela, Atlántida), Punta Piedra (Iriona, Colón) y San Juan (Tela, Atlántida). Entre las medidas de reparación está la obligación de sanear el registro de la propiedad y dar títulos al pueblo garífuna. 

En el campamento de la Ofraneh, Landry, mujer trans de 18 años, está en primera línea del fedu, un baile tradicional, y cuando siente que el grupo necesita más fuego, canta más alto. A la par de las banderas garífunas, ondean las banderas arcoíris. De repente, alguien grita «¡arriba!», y las cuarenta personas de la comunidad diversa garífuna presentes ese día contestan en coro: «¡Arriba!». Los periodistas han llegado con sus cámaras para recoger una declaración de Miriam Miranda, pero cuando se topan con el fedu del club de danza arcoíris, vuelven a grabar, atraídos como moscas ante la luz. Casi se les escucha pensar: «uy, qué buenas imágenes, van a dar el color». Después se van. 

Landry, Dariana, Dominique y Samantha se quedan en los bajos del Congreso, ocupadas en guardar las colchonetas que están secando al aire libre en las tiendas de campaña. Pronto va a llover. Hoy los diputados andan escondidos. En Honduras, no hay una ley que reconozca los derechos de las personas diversas. 

Dominique, persona no binaria y gay, de 27 años, dice con orgullo: «Somos la primera generación de LGBTQ+ garífunas que se organiza y se da a conocer». Dariana, mujer trans de 21 años, añade: «No queremos ser una payasada». Landry, chica trans de 18 años, se alegra: «Sólo en este club puedo llevar una falda y bailar tanto el abrumahani, reservado a hombres, y el abeimahani, reservado a mujeres».

Ladry Arzú lidera un fedu durante el campamento de 47 comunidades garífunas que llegaron a Tegucigalpa, el 12 de abril de 2024, para exigir al gobierno de Xiomara Castro que respete las sentencias de la CIDH sobre la tierra que les pertenece. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

Después, Landry enseña las diferencias de esos bailes. No hay muchas. Los dos se bailan agarrándose de los dedos chiquitos y formando una fila. Posteriormente me encontraré de nuevo con Landry, con una pala entre las manos, en una huerta de un terreno recuperado por la Ofraneh. Tendrá mucha menos agilidad que en el baile, pero las mismas gafas de sol rosadas y la misma labia. 

Trujillo, junio 2024

Hoy deben entrar Bonifacio y los garífunas de Trujillo.  

—¿Qué tal?  Me avisas cómo van —le digo.

—Se pospone. Amaneció lloviendo por aquí —dice Bonifacio. 

—Quizás es una señal.

Recuerdo algo. Días atrás, Bonifacio me había contado que, en un proceso de recuperación de tierra, hay que estar atento a los detalles de la vida y a los sueños porque, de esta forma, los ancestros mandan señales del mejor momento para operar. 

—Somos los instrumentos de los ancestros —me había dicho comiendo alitas con salsa picante—. Es así que la organización toma decisiones. 

—¿Y dónde está tu libertad?

—En disfrutar. En disfrutar la lucha, por más cansada que sea. 

—¿Pero sabes quiénes son exactamente esos ancestros? 

—En este caso es mi abuelo. Trabajaba en esas tierras y me mandó a encabezar la recuperación.

Mostraba tanta confianza, por eso quise preguntar:

—¿Y no tienes miedo de que se equivoque o que te mande a hacer cosas a lo loco?

—No. Sé que si me manda a eso, no me va a pasar nada grave. 

En ese momento, Bonifacio derramó un poco de cerveza en el suelo en señal de agradecimiento. 

En la recuperación llamada Wabato (Nuestra Casa) se construyen pequeñas casas de lámina y madera que funcionarán como refugio para alguna familia o miembro de la comunidad garífuna. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

Sambo Creek, recuerdos de los años ochenta 

Samantha es parte de cada lucha territorial; la vi en Roatán, la vi en Colón, la vi en los bajos del Congreso de Tegucigalpa, pero hoy está en su pueblo natal, Sambo Creek, una comunidad garífuna cerca de La Ceiba. Es abril de 2024 y está sentada ante una mesa de madera, frente al mar que la vio crecer, con un vestido con estampado de flores y una bolsa cubierta de lentejuelas que un amigo le trajo de Estados Unidos. Tiene 37 años, es la decana de las mujeres trans de la Ofraneh. Cuando le pregunto si quiere usar un pseudónimo para proteger su identidad, la respuesta es clara: «mi nombre». 

En su niñez, en Sambo, sus juegos la delataron: jugaba con muñecas que confeccionaba a partir de hojas de guineo. En aquel entonces, se llamaba Will y su ropa masculina le estorbaba. A los nueve años, se vistió por primera vez con la ropa de su hermana, pero su mamá la miró con desprecio. «Vieras cómo me pegaba, era feo, feo, feo…». A los diez años, un tío abusó de ella y su familia dijo que había sido su culpa por vestirse de niña. No pasó sólo una vez. A los once años, la tuvieron que llevar al hospital porque el tío, después de violarla, le tiró una piedra en la cabeza. En el hospital, la Policía vino a interrogarla y ella denunció al violador. El hombre pasó apenas un día en la cárcel de La Ceiba porque su abuela —la mamá del violador— fue a sacarlo enseguida. La Policía no insistió en guardarlo.   

Ese día Samantha salió de su casa y no volvió nunca más. Tenía once años y empezó a dormir en la playa de Sambo, debajo de una lancha. Consiguió un trabajito en un restaurante donde lavaba platos y pelaba guineos. Le daban el dinero para sobrevivir. Y cada noche, durante años: la playa. 

Samantha, Nashly, Dariana, Dominic y Aneth forman parte del colectivo LGBTIQ+ garífuna de Ofraneh. Trabajan en comunidad para ayudar a cada miembro que tenga necesidades de salud e incluso económicas. También apoyan en las recuperaciones de los territorios ancestrales garífunas. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

«Will, regresa a la escuela», le decían sus compañeros. «No tengo ganas de estudiar», contestaba. Sus días favoritos eran el sábado y el domingo porque la gente se reunía a platicar. «Yo me sentaba en medio de un grupo de personas mayores porque ahí mi vida no corría peligro», recuerda Samantha. En ese tiempo, no había refugio.

Después trabajó en un hotel y le dieron un cuarto para vivir. Estaba exhausta de tener miedo, se llenó de odio: «Empecé a odiar a mi familia y quería matar con mis propias manos a mi tío». Un día casi lo logró. Su agresor paseaba en la playa, libre, impune; entonces ella sacó un palo de un cerco de alambre y se dirigió hacia él para pegarle. El hombre se defendió y huyó corriendo.

Los miembros de 47 comunidades garífunas, organizadas por la Ofraneh, acamparon desde dos días antes del 12 de abril para conmemorar su llegada a Centroamérica. El campamento se instaló en la entrada del Congreso Nacional en Tegucigalpa para hacer presión y que el Estado hondureño cumpla la sentencia de la CIDH que otorga el derecho sobre territorio ancestral en los territorios caribeños de Punta Piedra, Triunfo de la Cruz y San Juan. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

Mientras Samantha habla sentada a la mesa de madera, una señora se acerca desde la playa y se detiene frente a nosotras: «Will, se nos acabó el gas», dice antes de poner una mano en la mesa. Samantha se tensa, desplaza un poco su brazo, y mira hacia el horizonte, callada. «¿Qué están haciendo?», pregunta la señora. Samantha no contesta y sólo estira más el brazo para pasarlo encima de la mano de la señora, sin tocarla. Sólo encima. La señora insiste y Samantha termina por responder: «Una entrevista». Silencio. La señora se va. 

«Es mi madre», explica Samantha. Sonríe, hay algo roto. Es extraño. Esa señora con un vestido negro y una cruz colgada del cuello que se acercó para pedir ayuda a la hija a quien abandonó. 

Después del encuentro, Samantha retoma la palabra para hablar de las cantidades monstruosas de alimentos que hacen falta para dar fuerza a los que pelean tierras. Pollo, arroz, frijoles, guineos, aceite de coco… Su talento de cocinera al servicio de la lucha.

Trujillo, julio 2024

Quizás ser dueño de algo es nombrarlo. Así como Samantha fue dueña de ella misma haciéndose llamar con el nombre que eligió, los garífunas de Trujillo ya rebautizaron los terrenos de Randy Roy Jorgensen. Adiós Campo del Mar, adiós Alta Vista Beach y adiós Alta Vista Mountain, nombres de las lotificaciones inscritas en el registro de la propiedad. A inicios de julio, en una asamblea que reunía a todas las comunidades garífunas de la Bahía de Trujillo, se decidió que, en adelante, Campo del Mar se llamará Hachari Wayunagu (solar de nuestros antepasados), y que se creará ahí un centro de saberes ancestrales. 

Eso fue posible gracias a la operación que lideró Bonifacio. El domingo 23 de junio recibí un video acompañado de un sencillo «saludando». En este video se ve a un puñado de garífunas en medio de un terreno repleto de maleza recién chapeada, un fogón humeante y un par de sillas plásticas. La Recuperación. El inicio. Al final del video se escucha la risa de Bonifacio. «Y de ahí a agarrar todo», me escribió después. Y también la indicación: «Ese video no lo comparta con nadie, por favor». Todo el grupo corre el riesgo de ser capturado por cometer el delito de usurpación. 

Al día siguiente, lo que debía ocurrir ocurrió; la Policía llegó a pedir que todo ese mundillo se regresara a sus casas porque el dueño — acusado por el Ministerio Público de estafa y lavado de activos, pero libre— denunció la invasión de sus tierras. 

El grupo enseñó el título de propiedad ancestral y retó a las autoridades: «Si alguien tiene uno antes del nuestro, que nos lo muestre». Los policías se fueron, pero días después regresaron, esta vez con el apoyo de siete patrullas y más de cincuenta agentes. La tensión subió. En otro video se ve una larga fila de uniformados que bordea una carretera y se escucha la discusión entre las autoridades y dos garífunas que les increpan: «¿Por qué vienen a apoyarlos a ellos? Sólo los poderosos vienen a resguardar». 

Hachari Wayunagu no es la primera tierra en ser recuperada en Trujillo. Antes de ella hubo también Wabato (nuestra casa), y allí se enfrentaron una inmobiliaria y la población LGBTIQ+ garífuna. Estábamos en 2020 y Honduras, como el resto del mundo, se había confinado para escapar de la pandemia de Covid 19. En Wabato, las personas diversas garífunas no huían de la enfermedad, sino del encierro en hogares hostiles. Vinieron de toda la costa norte, pintaron las paredes de la casa, instalaron cortinas de los colores del arcoiris, trajeron colchonetas y hamacas. 

Empezaron a vivir por meses entre caobas, gallinas y chanchos; sin embargo, el sueño del albergue no duró mucho. En febrero de 2021, el terreno en el cual nació entró en una disputa legal con una sociedad de bienes raíces, también de origen canadiense, Bienes Raíces JUCA S. de R. L, que peleaba 12 manzanas. El requerimiento fiscal fue emitido en contra de «un grupo de morenos garífunas de Cristales y Río Negro», y al día de hoy tres defensores garífunas todavía tienen un proceso judicial abierto. Entre esos «morenos», una persona garífuna lesbiana de 34 años. 

Las casas ancestrales de la salud son centros espirituales para las comunidades garifunas. En 2020, durante la pandemia de la covid-19, el grupo LGBTIQ+ se organizaba en esta casa ancestral de la salud de Trujillo para hacer bebidas a base de hierbas y repartirlo en la comunidad. Foto de El Faro: Carlos Barrera

En los terrenos de Roy Jorgensen, los policías no son los únicos en identificar a Bonifacio como el líder de la operación. También lo tienen claro los guardias que vigilan las casas vacías incautadas del proyecto inmobiliario de los canadienses. 

—No sé quiénes son, si son del Estado o no —confiesa Bonifacio después de una semana casi sin dormir por miedo a un desalojo. 

—¿Tienen uniformes? —pregunto.

—No. Son de civil. El jefe de esos guardias se me acercó y dijo que el apoderado legal de Randy quería hablar conmigo. 

Dudo de que un vigilante de la Oficina de Bienes Incautados proponga eso. 

—Yo le dije: «no tiene nada que hablar conmigo, tiene que hablar con todo el pueblo, esa lucha no soy yo». Pero me preocupa. Usted sabe lo que pasa con los líderes. 

Sí. En julio de 2020, cuatro líderes garífunas de la Comunidad de Triunfo de la Cruz —donde existe otro conflicto territorial desaparecieron después de que un supuesto operativo de la Dirección Policial de Investigaciones los sacara de sus viviendas. Todavía no se sabe nada de su paradero. 

Bonifacio ha recibido amenazas que le llegaron a través de terceros. De contar los detalles de éstas, correrá más riesgo. Una palabra resuena en esas advertencias: cuidado. 

En cada llamada telefónica, la voz de Bonifacio está más cansada. Recuerdo algo. 

Roatán, noviembre 2022

El 7 de noviembre de 2022, treinta miembros de la Policía Nacional Preventiva, cinco oficiales, veinte miembros de las Fuerzas Navales, un oficial de la Fuerza Naval y tres agentes de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) desalojaron el campamento de Wagueira Lee («Esta es nuestra tierra») en Roatán, y arrestaron a seis garífunas por el delito de usurpación, dejando a una decena de personas heridas.  

Wagueira Lee son once acres de tierra dominando el mar Caribe. Es un terreno poco ancho, pero largo, en el cual los garífunas han sembrado yuca y construido casas con techos de hojas de manaca después de la «entrada», en septiembre de 2022. El mismo mes, Ritzy Wanda Norman Jones, una ciudadana hondureña con nacionalidad estadounidense, interpuso una denuncia reclamando sus derechos sobre 44,515.18 metros cuadrados. 

«Han usurpado mi propiedad cortando los alambres del cerco, cortando los árboles, realizando quemas y colocando en el acceso que rompieron una bandera nacional y la bandera garífuna, violentando mi derecho legítimo de mi propiedad que ha sido de mi familia desde el año 1969, por lo que interpongo la denuncia para que ordene con carácter urgente el desalojo inmediato de todas las personas que se encuentren usurpando mi propiedad», dijo en su denuncia. 

El desalojo fue ordenado por el juzgado de Roatán. En un informe policial, un agente describió su versión del 7 de noviembre: «Llegamos al bien inmueble a realizar un desalojo por orden judicial N 124-2022 por el delito de usurpación en perjuicio de Norman Jonez. Al momento de llegar al lugar encontramos la cantidad aproximadamente de cincuenta personas, las cuales se encontraban alteradas realizando quemas de llantas en la calle principal. Por órdenes de la Juez ejecutora Sandra Salgado procedimos a realizar el desalojo de las personas. Empezaron a agredir a los funcionarios de la policía nacional con piedras y palos».

En el lugar conocido como Puente Cristales. Allí termina el casco urbano de Trujillo e inician las comunidades, el puente está pintado con los colores de la bandera Garífuna. Foto de El Faro: Carlos Barrera

Dos días después del desalojo, los ánimos en Wagueira Lee estaban muy bajos. Unos treinta  garífunas habían regresado al campamento a pesar del requerimiento fiscal y del arresto de sus compañeros. Decían que la lucha seguía. También llovía y el terreno se llenaba de lodo. Entre los que resistían, estaban Barauda*, mujer lesbiana; Samantha,  a quien ya conocemos; Dariana, mujer trans; y Hudson, coordinador gay del colectivo LGBTIQ+ de la Ofraneh. 

Hacían las tareas necesarias para la vida del campamento: cocinar, lavar trastos, cortar leña, traer garrafones de agua, hacer guardia. Al lado de un horno, platicaban con un pequeño grupo de mujeres: «Los policías que vinieron a desalojar nos insultaron, quemaron nuestras casas y botaron el Guli, nuestro altar sagrado. Nos gritaron “negros vende pan”. Yo quisiera responderles: “Sí, soy negra, y tú te comes el pan que hacemos, te encanta este pan”». 

Dariana Suazo, de 21 años, es una de las líderes del movimiento LGBTIQ+ garífuna en Sambo Creek, a 15 kilómetros de La Ceiba. «Aquí nosotras estamos muy organizadas, trabajamos para ayudar a las personas diversas, pero también cuando hay una recuperación de tierra estamos presentes», dijo Dariana. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

El 25 de noviembre, en el juicio que se llevó a cabo en contra de los seis garífunas acusados de usurpación de tierras, el juez dictó un sobreseimiento definitivo. En la motivación de su resolución, consideró que el Ministerio Público no aportó las pruebas suficientes para acreditar el delito de usurpación, pero tomó también en consideración que se trataba de «territorios ancestrales». Ese día, fue una gran victoria llena de cantos, bailes y abrazos. Nunca antes una instancia nacional había fallado a favor de la ancestralidad del territorio garífuna. Una victoria que ilusionó también a Bonifacio: la posibilidad de desafiar la propiedad privada, sembrar y defender algo común. 

Santa Fe, abril 2024 

Landry enseña una plantación de yuca y describe el proceso de la siembra. «Vos no sabés nada de yuca, callate, hipócrita», la corta abruptamente Barauda con sorna. Entonces Landry se desentiende y empieza a excavar, con una sonrisa en la boca y sus gafas de sol rosadas en la punta de la nariz. Barauda termina explicando lo de la yuca: los pedazos de tallos que se cortan y se vuelven a hundir en la tierra, el mejor clima, las enfermedades posibles, el grosor que debe tener una raíz cuando está lista para ser comida… 

Estamos en otra recuperación de tierra, a alturas de Santa Fe en Colón, también rodeada de lujosos condominios canadienses para jubilados extranjeros. Los condominios Njoi ofrecen a sus clientes «propiedades con una vista espectacular sobre playas de arena blanca y bosques vibrantes», y se les promete que «Honduras es un destino tax friendly  —con bajos impuestos— donde se puede hacer buenas inversiones». 

Carolina y Landry realizan trabajos comunitarios en la recuperación de tierras en Santa Fe, Colón. Siembran yuca, abren nuevos caminos y cocinan «Este es nuestro propio albergue, nuestro espacio seguro», dijo Carolina. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

Barauda está dispuesta a defender la Recuperación. En las noches, efectúa sus turnos de guardia vigilando que nadie entre por un lado u otro. No tiene armas de fuego, sino machete, el mismo que le sirve en el campo. Nos conocimos hace casi dos años, en Wagueira Lee, en Roatán. En ese entonces, acababa de entrar en la Organización Fraternal Negra Hondureña, que le «abrió las puertas de una familia». 

Su vida arrastra eventos traumáticos que la exiliaron de lo que se suele llamar una familia: «Fui abandonada a los cinco años por mis padres. Mi papá desapareció de mi vida y mi mamá se fue para los Estados Unidos. Crecí en una casa hogar. A los 14 años, me escapé después de dos intentos de violación, algo que ya había pasado, porque a mis cuatro años fui violada por un tío. Después del orfanato, intenté ir como mojada a Estados Unidos para ver a mi mamá, pero no lo logré». 

En Tapachula, Barauda se entregó a las autoridades migratorias mexicanas. Viajaba con una tía y la pareja de ella, y se dio cuenta de que él la miraba con «ojos equivocados». No soportó esa mirada. «De raíz, siento que tengo un rechazo hacia los hombres», explica. A veces la gente le pregunta si es lesbiana o bisexual. Ella también se lo preguntó y quiso asegurarse de tener una respuesta. «Intenté relacionarme con hombres, pero siempre los termino viendo como amigos. No puedo tener una relación íntima con ellos. Por el contrario, hay mujeres que me llaman bastante la atención. Tuve una novia, duró cuatro años. Esa muchacha era muy controladora y terminé alejándome de ella. Así es, ahora quiero enfocarme en mí misma, trabajar la tierra.» 

Carolina, Aneth y Astrid tras la recuperación del territorio en Santa Fe. Desde ahí, se movilizan entre las diversas tierras que los garífunas han logrado recuperar o que se encuentran en disputa. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

Naischa*, mujer lesbiana de 29 años, tiene el mismo propósito: cultivar para la comunidad. «La regla es no vender, sino alimentarnos», comenta. Sabe también que su futuro está aquí, lejos de la casa donde creció. 

Naischa vivió en diferentes lugares que nunca significaron seguridad, sino encierro, patologización de la orientación sexual y humillación. «Mi familia me encerró por cinco y siete meses en un centro supuestamente para drogadictos, porque dicen que soy loca. “¿No te sentís cómoda en tu cuarto?”, me decía mi mamá; entonces me mandó allá donde casi me violaron, donde me daban pastillas que me borraban toda la mente. Me hacía más mierda esa pastilla, más pendeja. Y mi hermana me decía: “Vas a tomar esa pastilla toda tu vida hasta que te mueras”. Era como estar presa. Me amarraban en mi cuarto. Había un calabozo en el centro y, cuando te castigaban, te metían ahí. “Ojalá que te mates”, decían mi hermana y mi mamá». 

Según el Ministerio Público, entre 2020 y 2024 se registraron 146 denuncias por amenazas y lesiones en perjuicio de personas LGBTIQ+ a nivel nacional. Pedimos los datos desglosados según la etnia a la que pertenece la víctima, pero la información es escasa. La fiscalía reporta una denuncia de persona miskita, dos de lencas, 31 de mestizos y 112 sin etnia definida. Según las organizaciones, los datos oficiales subestiman el fenómeno. El colectivo Muñecas de Arcoiris registró 52 muertes violentas de personas trans en 2023. De enero a mayo de 2024, ya contabilizaron siete. 

Honduras es uno de los países más violentos del mundo para la diversidad. En marzo de 2021, el Estado ha sido juzgado responsable, desde la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por el asesinado de Vicky Hernández, una mujer trans que ejercía el trabajo sexual en San Pedro Sula, que fue asesinada de un balazo en la cabeza durante la noche del toque de queda posgolpe de estado.

En la costa caribeña, Naischa se dirige a Barauda y le pregunta: «¿Sabes a quién le rompieron cuatro dientes?». Barauda le responde que no. Entablan una conversación sobre agresiones. Es radio-chisme, pero aterrador. Una mujer garífuna trans apuñalada en Trujillo migró a México. A otra le rompieron los dientes. En Roatán, últimamente, se dan muchos ataques por violencia de género. Landry, que está removiendo tierra, levanta la cabeza y bromea: «Ya me quitaron las ganas de ir a Roatán». Barauda se ríe. Naischa sujeta más fuerte la piocha y se concentra en lo que está haciendo, no mira a nadie. «Sólo aquí logré encontrar mi privacidad, me siento segura», dice.

Carolina, Aneth y Astrid tras la recuperación del territorio en Santa Fe. Desde ahí, se movilizan entre las diversas tierras que los garífunas han logrado recuperar o que se encuentran en disputa. Foto: El Faro / Carlos Barrera.

En todas las tierras recuperadas, hay una bandera visible, la de la Organización Fraternal Negra. En todas las tierras, hay una cocina colectiva, ollas gigantescas sobre un fogón, leña cortada y humo. En todas, hay machetes, tambores, incensarios, cuchillos para escamar uno que otro pescado recién atrapado. Todas tienen sus nombres en garífuna, la memoria de un conflicto, y siembras nuevas. Cargan sueños. Muchos de éstos son de la diversidad garífuna. En esas tierras prometidas, dicen, celebrarán matrimonios igualitarios, abrirán un congreso para personas LGBTIQ+ y ensayarán con el club de danza. 

En el presente, en esas tierras, las personas trans y no binarias se visten y se identifican como desean, sin miedo a represalias; los gays, las lesbianas y las personas bisexuales han encontrado un refugio donde existir. Quizás por eso luchan más, se apuntan para cocinar cantidades enormes de alimentos, encienden el fuego y lo vigilan con un cuidado religioso, madrugan para hacer crecer plantas que comerán o con las que se sanarán. Quizás por eso deciden abrir cercos, cortar maleza, dormir a la intemperie. Quizás por eso aguantan todas las lluvias. Quizás por eso cantan más alto que los demás aquello que dice: «fuimos despojados de nuestras tierras». Quizás por eso. Por un hogar seguro. 

* Esos nombres han sido escogidos por las personas para proteger sus identidades.

Esta investigación fue realizada con el apoyo de la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo (ACCD) y de la Generalitat de Cataluña

Sobre
Periodista recientemente graduada de la escuela de periodismo de Sciences Po Rennes ( Francia), he trabajado temas de género, justicia y desigualdad en Guatemala y El Salvador, he incursionado en el documental radiofónico en Francia sobre migración.
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