Las celebraciones por los resultados de las elecciones más votadas de la historia reciente de Honduras, en noviembre de 2021, se revivieron con la euforia que produjo la captura del expresidente Juan Orlando Hernández en febrero de 2022, ahora enjuiciado por narcotráfico en los Estados Unidos. Pero el sabor dulce de una posible salida de la prolongada crisis política hacia un periodo de construcción de democracia rápidamente se fue tornando amargo, un cambio que inició en el Congreso Nacional desde el primer día de su nueva administración.
Sin duda, los problemas estructurales de Honduras merecen acciones contundentes; la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la impunidad y la violencia no se combaten con retórica ni con programas asistencialistas —eso ya está sobradamente demostrado—, sino con políticas públicas focalizadas y de largo plazo, y con reformas en la administración de justicia orientadas a la transparencia e independencia política de esa función del Estado.
La democracia no es un modelo perfecto y tampoco una utopía. Es un proceso político e institucional de mejora continua que depende de la voluntad y acuerdo de la clase política y actores clave de la sociedad en cuanto a que, pese a sus diferencias y desencuentros, la única y absoluta forma de lidiar con los conflictos políticos es a través de las reglas democráticas. Esto, en el entendido de que la clase política y los actores clave de la sociedad comprenden y actúan coherentemente con el hecho de que su legitimidad y la confianza de la población dependen de que las decisiones se apeguen a las reglas establecidas, abierta y transparentemente. De tal manera, esa población confía en que quien responde a sus demandas es una institución y no una personalidad, un caudillo, que tarde o temprano, hace lo que quiere con el Estado.
Y en eso, la clase política hondureña ha fallado y lo sigue haciendo. Muchos de los problemas que sufre la mayoría de hondureñas y hondureños son los síntomas de un cáncer que está oculto: la cultura política autoritaria de una clase política que siempre ha torcido las leyes a su conveniencia para saquear el Estado y concentrar poder. No es una cuestión de ideología, ya que quien ejerce puestos públicos en Honduras, sea de derecha o de izquierda, lo hace desde la posición del «más vivo, el más fuerte, el más rápido».
La cultura política tradicional de los hombres fuertes, gritones, violentos y fanáticos del gran líder se expresa en lo que se conoce como caudillismo. Como quien aprende a usar una nueva herramienta, los caudillos aprendieron a usar las instituciones democráticas para reafirmar su continuidad, cambiaron todo para no cambiar nada. Juan Orlando Hernández no solo fue caudillo, también fue capo y dejó bien arraigadas unas costumbres políticas en el Estado y la sociedad, como el clientelismo, la corrupción, la impunidad y la violencia, que no eran nuevas, pero que supo utilizar bien para mantenerse autoritariamente en dos períodos presidenciales.
Luego llegó Libre, con un discurso refundacional, que muchos creyeron que trataba de transformar de manera radical la cultura política dominante tanto dentro del Estado como en la sociedad, con el fin de construir una sociedad democrática. Pero no ha sido así. Los procedimientos políticos del gobierno actual y su partido han reproducido la lógica de imponer a gritos, golpes y tergiversaciones legales su agenda refundacional.
Fue muy sabia la decisión de la población de no dar a Libre todo el poder en el Congreso, puesto que lo iba a tener en el Ejecutivo. Sabiduría popular de pesos y contrapesos fundamentales para la democracia. La refundación de Libre debió haber respetado esa decisión popular. Sin embargo, eso no ha ocurrido y un breve repaso de los hitos legislativos lo demuestra.
Desde el primer día de la nueva gestión legislativa se violentaron las reglas institucionales y se impuso, literalmente a patadas, una junta directiva presidida por un diputado que inició en ese momento su carrera al estrellato caudillista. Posteriormente, se violentaron nuevamente los procedimientos formales con la elección de magistrados de la Corte Suprema de Justicia, expandiendo así no solo la desconfianza en los tomadores de decisiones, sino también la centralización del poder político ya conocida en administraciones políticas anteriores. Y ahora, se eligió a las autoridades del Ministerio Público mediante una retorcida interpretación de las prerrogativas legales de la junta directiva del Congreso Nacional. En todos los casos hubo gritos, golpes y movilización de fanáticos incautos para aumentar la bulla que alienta a los jugadores de cada bando.
Ante estas afrentas, la oposición ha hecho lo que mejor sabe hacer, es decir, lo mismo: gritar más, violentar más, radicalizarse más. El Bloque Opositor Ciudadano (BOC) ha peleado por su derecho a la manifestación y protesta debido a los antecedentes recientes en los que algunas manifestaciones de descontento fueron violentamente confrontadas por colectivos de Libre, convocados por la presidenta Castro, por miembros de su gabinete, por diputados y líderes tradicionales de Libre. Sin embargo, la propuesta que el BOC enarbola no es democrática. Recientemente han adoptado una réplica tropical del recién electo presidente Milei, representante de una extrema derecha agresiva y negacionista de la democracia y los horrores vividos en ese país durante la dictadura militar. A esto se suma que sus líderes son reconocidos personajes de la política tradicional hondureña, señalados y acusados por corrupción pública.
La población hondureña no experimenta la refundación de la cultura política. Gobierno y oposición recurren a las viejas prácticas políticas que han impedido que la democracia prospere en el país. Sus principales líderes políticos centran todos sus esfuerzos en buscar la cancelación y erradicación de quien difiera de sus posiciones, todo contra los cachurecos o todo contra los zurdos. La suma cero es la única opción viable: si un bando llama al diálogo, el otro llama también a lo mismo. Ambos esperan la sumisión del otro; si uno llama a manifestación pública, el otro también. Ambos movilizan a sus bases como un llamado a la batalla para demostrar de uno y otro lado que «nos tuvieron miedo».
La población que participa de esos eventos –torneos de gladiadores– se puede contar por miles sin llegar a una decena de ellos. Regresan luego al lugar de donde salieron, ese barrio conflictivo, empobrecido, con expectativas frustradas, pero revitalizados en el afán de rechazar y aplastar al otro, al del otro equipo de fútbol, al del otro partido político, al del otro lado de la frontera invisible, al del otro barrio.
El resto, el gran resto de la población, sigue igual. Observa los eventos como el vergonzoso espectáculo político que son, es indiferente y cambia el canal de televisión para ver una mejor telenovela, o simplemente sigue su camino de salida del país, porque aquí la democracia nunca echó raíces; ni en la clase política, porque no les ha sido útil para concentrar el poder y permanecer en él, ni en la ciudadanía, porque nunca logró vivirla en el día a día de su sobrevivencia.