Esperanza

migrar a USA

Estaba a punto de cumplir nueve años de matrimonio, aún no había encontrado un trabajo seguro. Mi pequeña hija, Graciela, acababa de cumplir 3 años y no pudimos siquiera comprarle un pastelito para festejar, incluso algunas veces tuvimos que quitarnos el pan de la boca, mi esposa y yo, para que nuestra pequeña pudiera alimentarse. Estaba bastante dura la situación, así que no lo pensé más, comencé a juntar dinero para pagarle a un coyote que me pasara a Estado Unidos, mi esposa no estaba muy de acuerdo con mi decisión, no quería quedarse sola con nuestra hija, pero le insistí en que tendríamos una mejor vida, finalmente ella accedió.

Llegó la noche del 25 de marzo de 2003, hacía demasiado frío, eran aproximadamente las 11:30 p. m., la hora en que había quedado de verme con el coyote. Desperté a mi esposa y le dije que había llegado el momento de mi partida, caían lágrimas de sus ojos, me partía el alma verla así, comenzaron a rodar lágrimas en mis mejillas, por mi cabeza pasaron miles de recuerdos bellos que había vivido con ella y mi hija. Recordé la primera vez que tuve a mi hija en mis brazos y pensé en que si me iba no compartiría sus logros y su crecimiento, pero tomé un pañuelo para secarme las lágrimas, le di un beso en la frente a mi pequeña, tomé mi mochila y me dirigí a mi destino.

Llegué con el coyote, ya habían otras personas de mi pueblo que también querían irse a los Estados Unidos, me dirigí hacia él diciéndole que ya estaba listo para partir, me dijo que antes de irnos tenía que pagarle una parte. Todos le pagamos la mitad y enseguida subimos a un auto color azul marino con las ventanas polarizadas, íbamos demasiado apretados, pero nos advirtieron que si queríamos llegar a nuestro destino teníamos que estar dispuestos a todo y no quejarnos, en el auto íbamos cuatro hombres y una joven de apenas 20 años de edad, ella nos dijo que iría en busca de sus padres quienes la habían dejado desde muy pequeña con sus abuelos.

El viaje continuó con muchas complicaciones, cuando subimos al tren, dos hombres encapuchados y con uniforme color azul marino gritaron: «¡Todo el mundo bájese del tren o se mueren. Somos la autoridad. Si quieren seguir en el tren deben pagar!», a  lo que respondí: «No tengo dinero, solo tengo cinco pesos y son para comprar mis tortillas».

Una vez que todos les dimos lo que podíamos nos informaron que podíamos continuar; mientras ellos recorrían otros vagones se escuchó un ruido extraño y una multitud comenzó a gritar: «Le cortó la mano!». Se trataba de un niño como de 12 años que al intentar tirarse, asustado, la rueda del tren, le mutiló la mano. Fue algo extremadamente espantoso, vimos como la madre del pequeño se ahogaba en llanto por lo ocurrido a su pequeño, algunas personas corrieron a amarrarle el muñón con una manta. De la nada se bajaron del tren, no había nada ni nadie en ese lugar que pudiera ayudarles. 

Llegó el momento de enfrentarnos al desierto, ya no estaba seguro de continuar, pero pensé en el bienestar para mi pequeña y continué. Comencé a caminar con muchísimo miedo, tan solo de imaginar con todas las cosas que podría encontrarme. Seguimos caminando hasta que cayó la noche, nos escondimos entre unos arbustos para que nadie pudiera vernos, llegó la mañana, apenas  estaba saliendo el sol y de inmediato retomamos el camino. En el recorrido vimos a un hombre sentado frente a un cactus, estaba delirando, le ofrecimos un poco de agua pero no fue suficiente para que pudiera rehidratarse.

A un par de kilómetros encontramos a otros migrantes, nos acercamos a ellos y les preguntamos si podían regalarnos un poco de agua, dijeron que sí, pero nos advirtieron que era agua sucia, a lo que respondimos que no importaba, cuando sacaron su cántaro de agua vimos que tenía gusanos y tierra, cerré mis ojos y le di un trago, lo importante era sobrevivir. Estábamos ya cansados del largo camino, hacía demasiado calor y nos causaba agotamiento aún más rápido. Por la noche llegamos a un lugar conocido como el refugio del migrante, había unas cien personas. Cuando entramos vimos a una señora de aproximadamente 38 años, estaba tirada en el suelo porque había sufrido una picadura de alacrán, todos los que se encontraban allí estaban exhaustos, estuvimos cuatro días en ese lugar esperando a que llegara un carro que nos acercara a la frontera, lo bueno de estar en ese lugar es que nos daban comida.

Era el cuarto día cuando unos hombres se acercaron a nosotros y nos dijeron que era nuestro turno para pasar al otro lado, tuvimos que dejar ahí nuestras pertenencias para que hubiera más espacio en el auto que nos trasladaría. Una vez que llegamos a la frontera nos dijeron que bajáramos lo más rápido posible para que no nos viera la migra, así que bajamos con un poco de empujones y gritos, inmediatamente corrimos a refugiarnos en los arbustos que estaban ahí cerca.

Vimos que no había policías por ahí, poco a poco fuimos corriendo para poder burlar el muro, yo estaba aterrorizado, no quería brincar tenía miedo de romperme un pie o fallar en el intento, finalmente lo logré. Una vez que tenía los pies sobre el suelo corrí desesperadamente para poder esconderme, a unos cuantos metros de donde yo estaba se encontraba un hombre herido, por ello de inmediato vino a mi mente que Migración estaba cerca, empecé  a sudar y a temblar de miedo, trate de tranquilizarme, siempre tenía en mente que lo que estaba haciendo era por el bienestar de mi hija y mi esposa. Seguí corriendo, muy agotado, a lo lejos vi agua y corrí hasta allá, observé que estaba muy sucia, pero si quería continuar vivo debía tomarla.

Dejé de estar alerta por unos segundos, cuando miré hacia atrás, me di cuenta que la migra estaba muy cerca de mí, dejé lo que estaba haciendo y corrí lo más rápido que pude. Después de mi gran esfuerzo, la migra me agarró, trate de sensibilizarlos un poco, pero eran unos hombres duros, de una altura de 1.85 metros, fornidos, a simple vista causaban miedo.

Me indicaron que subiera al auto, de inmediato lo hice porque tenía miedo a que me causaran daño, me llevaron a la cárcel de Nogales, Arizona, tomaron todos mis datos y me sellaron, ya que si intentaba pasar otra vez me encerrarían por mucho tiempo. Estuve ahí tres días en los que no hice nada, llegó el mediodía del 4 de abril de 2003, fueron por nosotros, nos subimos a un auto y nos trasladaron a Sonora y dijeron que por nuestro bien regresáramos a nuestro lugar de origen. Algunas voces murmuraban que lo intentarían nuevamente pero yo decidí regresar con mi familia, así que tomé el autobús y me dirigí a casa, era la 1:55 p. m. del 5 de abril de 2003 cuando abrí la puerta de mi casa, mi pequeña gritó: «¡Papito eres tú!».

No respondí y extendí los brazos, ella corrió a abrazarme, enseguida salió mi esposa y también corrió a abrazarme, los tres lloramos. Les dije  que no había logrado pasar, pero que me dedicaría a buscar un trabajo para darles una mejor vida, mi esposa dijo que ella también buscaría un trabajo para que entre los dos nos apoyáramos y pudiéramos sacar a nuestra pequeña familia adelante. En ese momento pensé que fue un error querer pasar a los Estados Unidos porque creí que también en mi país aún habían algunas posibilidades para superarnos, sin embargo, unos días después mi esposa me contó que durante mi ausencia mi hija había enfermado y que a raíz de eso debía someterse a un tratamiento médico. A pesar de que nuevamente busqué oportunidades en mi país, finalmente fue imposible encontrar algo, así que decidí volver a intentarlo y partí de nuevo. Esta vez lo logré.


Esta crónica es parte del libro Presencia Lejana y se reproduce con la autorización y gentileza de su compiladora María Villa.

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