Migrante anónima (40 años)
El 20 de enero de 2000, mi esposo y yo decidimos irnos para los Estados Unidos, les hablamos a nuestros padres para decirles nuestros planes. Ninguno de ellos vio con buenos ojos nuestra decisión, sin embargo, no importaba, estaba decidido.
Al día siguiente ambos estábamos pensativos y con miedo. Esa tarde teníamos que dejar a nuestras familias y todo lo vivido en el pueblo. Era hora de partir, decir adiós a la familia. Solo un abrazo en silencio y una mirada lo resumía todo. Las palabras estorban cuando no pueden pronunciarse.
Salimos del pueblo rumbo al aeropuerto de Huejotzingo, teníamos boletos para llegar a Hermosillo, Sonora. Ahí nos esperaría el guía, el coyote, para ayudarnos a cruzar la frontera. Sentíamos miedo, pues no lo conocíamos, solo teníamos su nombre y la dirección a donde debíamos llegar, él nos esperaba. Cuando por fin llegamos a la dirección indicada, preguntamos por él y resultó que nadie lo conocía. Esperamos un rato pensando en lo que haríamos, cuando de repente alguien preguntó por nosotros, era el guía. Abordamos un taxi para Piedras Negras, un pueblito a orillas del monte. En una casa, reunían a las personas que deseaban cruzar y en grupos de veinte iban saliendo. Descansamos un rato y de pronto vimos llegar a un grupo, todos estaban rendidos, agotados y algunos llorando. Llegaron y se tiraron al suelo para descansar, después de caminar por tres días y dos noches.
Al día siguiente le tocó salir a mi grupo, el coyote nos dio indicaciones para el viaje, por ejemplo llevar comida enlatada, galones de agua y lo más indispensable. También nos indicaron que no lleváramos lámparas y que ni se nos ocurriera hablar, pues los famosos «cholos» rondaban por el monte para asaltar a los viajeros. Eran como las ocho de la mañana, cuando empezamos a subir el monte, caminamos todo el día en medio de espinas, piedras, cactus, pasto y muchas otras plantas. Estábamos viendo ese paisaje cuando escuchamos el sonido de un helicóptero, corrimos a escondernos debajo de los matorrales, pasaron algunas horas para retomar nuestra caminata hasta que llegó la noche. Eran las once de la noche y todos caminábamos, nos recostamos un rato para descansar debajo de las espinas, tenía tanto frío que nos tapamos con unas bolsas de plástico, fue la noche más fría. Como a las dos de la mañana seguimos nuestro camino, el coyote decía que solo teníamos que darle la vuelta a ese cerro que le dicen Picachu.
Al siguiente día parecía que estábamos perdidos, pues el coyote ya no sabía para dónde ir. La comida y el agua se escaseaban y estábamos agotados de tanto caminar. Llegó la segunda noche, todo estaba en silencio, solo se escuchaban los aullidos de los coyotes, teníamos tres horas para dormir. Todos estábamos en silencio, pero de repente escuchamos unos gritos, era otro grupo de personas que estaban siendo asaltadas por los «cholos». Esperamos a que todo pasara, no teníamos la opción de ayudarlos, debíamos seguir nuestro camino.
Era ya el tercer día bajo ese sol quemante sin nada que comer ni tomar. Más adelante encontramos un estanque, el agua estaba sucia, igual la tomamos, faltaba poco para llegar al lugar donde nos recogería el carro, pero nosotros sentíamos que ya no podíamos más. Unos se iban jalando, otros empujando, así llegamos al lugar indicado, nos escondimos en los arbustos y esperamos el carro.
Llegó el vehículo, todos corrimos para abordarlo. Con el miedo y la prisa dejé mi mochila, era lo único que llevaba. Nos acomodaron como sardinas, uno arriba del otro, a mí me tocó ir adelante, solo porque mi piel era más clara, iba cómoda pero con mucho miedo, el chofer estuvo todo el tiempo fumando y se miraba muy nervioso. Así pasaron unas horas hasta llegar a una casa que parecía abandonada. Todos bajaron del carro muy adoloridos, mi esposo ya no sentía la pierna, se la revisó y era que la piel se le había quemado, pues le tocó ir del lado del mofle. De ahí nos llevaron en carros hasta Colorado, fue muy cansado, hasta que llegamos a Texas. Todos tomamos diferentes rumbos, ahí terminó el trabajo del coyote, a nosotros nos mandaron en tren para New York, en el camino el tren se descompuso y solo llegó a los Ángeles.
Esperamos veinticuatro horas hasta que saliera el siguiente tren, lo abordamos y continuamos nuestro viaje, en medio de nieve y viendo muchos paisajes hermosos, llegamos a New York, después de quince días, a él se le quemó la piel y a mí se me cayeron dos uñas de tanto caminar.
Ese ha sido el viaje más largo de mi vida, y ha sido al mismo tiempo el más peligroso que he recorrido con mi esposo porque por ser de un lugar pobre carecíamos de permisos y tuvimos que emprender el camino como «ilegales».
Esta crónica es parte del libro Presencia Lejana y se reproduce con la autorización y gentileza de su compiladora María Villa.