En una cantina sin importancia, de esas que son frecuentadas por los clientes de siempre, el Alma y el Otro Yo de un bebedor discutían fervorosamente.
-No- dijo el Otro Yo- no es así. No puede ser así-.
Minutos antes, el Alma había afirmado que Dios se apiadaría de aquel pobre pecador, aun siendo un borracho de por vida.
-Jamás hallarás perdón para este hombre que nos ha dado la vida- sentenció el Otro Yo.
El Alma, sentada en un taburete ennegrecido y recostada sobre el espaldar igualmente gastado, insistía en que Dios siempre tiene los brazos abiertos para los pecadores. El bebedor se hallaba tirado en la acera frente al bar. No era capaz de moverse hacia su casa.
-Ya lo ves- continuó el Otro Yo- haciendo sufrir a su familia, como si ellos tuvieran culpa-.
El Alma guardó silencio, se frotó la barbilla, frunció levemente el ceño y le dio un jalón a su cigarrillo. Se la veía dolida por las palabras del Otro Yo.
-De todos modos- dijo- mi trabajo en este cuerpo es mantener viva la esperanza de la salvación. Aunque todo parezca irrecuperable.
Después de varias horas de discutir aquella cuestión, el Alma y el Otro Yo cambiaron de tema y comenzaron a hablar de música, de poesía, viajes por el mundo y otros pasatiempos que dan felicidad a los humanos. Pidieron otra copa y brindaron por las buenas personas de la tierra.
Al anochecer, el borracho, con un doble esfuerzo, se puso de pie y avanzó unos metros en cualquier dirección.
-Bien- dijo el Otro Yo -creo que tenemos que irnos. Parece que nuestro humano ya se va-.
Dejaron sus taburetes y cruzaron la puerta del bar; pero el borracho volvió a caer en tierra.
El Otro Yo y el Alma se miraron mutuamente, sonrieron burlescamente, como diciendo “mírale, está hecho una mierda”, pero guardaron silencio y se sentaron a su lado, a continuar la conversación.