Chicharrón

Por Manuel Ayes
Ilustración: Pixabay


Hoy en el parque, aunque César me había prometido ya no hacerlo, volvió a referirse a vos como Chicharrón, ese apodo horrible que te inventamos. 

–Roberto –le dije–. Ro-ber-to.

La verdad fui yo quien inventó el apodo, lo confieso. Te lo puse un día en que comíamos de esos churros en las bancas de la pulpe de doña Vivi. Y yo agarré el más grande de la bolsa, y dije que era igualito a vos.

Enseguida me fui del parque, me había enojado con César. Yendo calle abajo, recordé que estuviste varios días intentando decirnos no sé qué cosa, y que, por más que insististe, nosotros no te dejamos. Y también pensé en que no logro recordar cuándo llegaste a la colonia. 

Lo que sí recuerdo es la primera vez que te vi.

Fue en el feriado de Independencia, después de una potra en la cancha del parque. Habías estado espiándonos desde la banca, sonriendo con la ilusión del niño que eras, y ahora bajabas la vista. César, Miguel y yo recién habíamos terminado de jugar y nos alistábamos para ir a la pulpe a comprar una Coca-Cola dos litros y chucherías. Esa vez, antes de nuestro ritual, César se te quedó viendo y te gritó para que te acercaras. Primero te silbó porque vos, en ese tiempo, todavía no eras ni Chicharrón ni Roberto. Estabas ido mirando la tierra pelada de la cancha; después gritó y te llamó con la mano:

–¡Ey, gordito, vení! 

Así te dijo. Y nos susurró: 

–Ya tenemos mandadero.

Vos pegaste un brinco y corriste hacia nosotros anadeando como pingüino. Cuando llegaste, Miguel te dijo que corrías como pendejo. Nos morimos de risa en tu propia cara, pero solo evitaste el contacto visual, y te dirigiste a César con la cabeza agachada:

–Hola, qué se le ofrece. 

Sonabas parecido a Gohan, de Dragon Ball. A veces hablabas con palabras raras, nos tratabas de usted, y eras estorbosamente cortés. Yo te calculaba unos diez años, cuatro o cinco menos que nosotros. 

–Andá compranos chicles y unos cirios –te dijo César.

Preguntaste qué eran cirios, y nosotros nos cagamos de risa. 

Yo te expliqué. 

–Ah, cigarrillos –dijiste–. Mi madre fuma Camel. El problema es que soy muy chico para comprar cigar… Digo, cirios.

Te dijimos que los compraras donde doña Vivi: la vieja le vendería tabaco negro incluso a un bebé de una semana. Parecías nervioso, pero obedeciste como soldado. Entre los tres ajustamos cuarenta pesos. Cuando te los dimos y cruzaste la calle, vigilaste que ningún carro se asomara, y hasta que ninguno se asomó te disparaste hecho un cuete. Al rato volviste con el encargo. 

–Traigo lo que me solicitó –le dijiste a César, y le entregaste una bolsita gris– y quedo a sus órdenes.

Te quedábamos viendo raro siempre que hablabas así. César se te acercó caminando erguido y sacando pecho. Primero, te quedó viendo hacia abajo, como si fueras un sapo, o un gusano. Después amagó con pegarte —vos cerraste los ojos y escondiste la cara–—, pero César simplemente te sobó la cabeza igual que a un perrito bien portado. 

Así te conocimos. Y entonces comenzaste a seguirnos a todas partes, y durante esos tres meses te usábamos siempre de payaso y de mandadero. Incluso Miguel te usaba, que es también un gordito bastante gracioso, con lentes de lupa. Pero a él nadie lo molesta. Nos reíamos de tu ropa, de tu peinado, de tu forma de hablar, de que usaras casco cuando salías en bici, de cómo te rebotaba la panza al correr. Mientras, vos nos traías agua, ibas por la pelota a la quebrada, nos amarrabas los zapatos, nos «prestabas» dinero.

No parecía importarte. Eras ajeno a lo que te rodeaba, como si la humillación fuera mejor que el anonimato. 

Y te mantuviste así, siendo un fantasma, hasta la última semana en que empezaste a intentar decirnos aquello. Eso que querías decir y que no te dejamos. Se te notaba lo nervioso, me acuerdo bien, y te costaba mucho decidirte a hablar. Para ese tiempo, tus respuestas eran puros monosílabos o risitas imbéciles, o repetías algo que te habíamos dicho, como para que pensáramos que vos eras uno de nosotros. Lo intentabas con las mismas frases de siempre:

–Les quiero decir algo, muchachos.

Lo soltabas generalmente después de hacernos un favor. Pero a la mínima broma te detenías, como si te fuera imposible continuar después de que alguno de nosotros te interrumpiera.

–¿Por qué estás tan gordo y feo?

–¿No te compran ropa tus papás, gordita?

–¿Ya te hacés la paja, maricón? 

–Olés a puerco sudado. 

–A Chicharrón le gusta Miguel.

Con esas y otras respuestas te bombardeábamos. Y alguna vez, me acuerdo, nos rogaste que te pusiéramos atención, que era algo importante. Pero no lo hicimos. El cuello se te encogía cuando te frustrabas. Todo vos te hacías más chiquito. En momentos así, te metías las manos en el pantalón, y las movías dentro de una forma rara, como si te estuvieras arañando. 

Así fue todos los días, hasta que llegó la Nochebuena. 

Estábamos tirando cuetes en la casa de Mari. Vos apareciste de la nada:

–Hola, mis amigos –dijiste. Y como hablabas bajo no te oímos, y alzaste la voz–: ¡Hola! –Cuando todos te volteamos a ver, seguiste la cantinela–: Quisiera decirles algo. Como ya sabrán, mañana…

–Mañana nada –dijo César.

Y ahí murió tu esfuerzo. Nosotros solo hicimos como que no existías. Prendimos unas luces de bengala, y cuando se acabaron nos sentamos en la acera a comer los confites que nos regaló el papá de Mari. Te sentaste como a un metro de la mara: un perrito. Al rato yo te quedé viendo, y te dije:

–Me gustan tus shorts, Chicharrón. 

Vos agachaste la cabeza, como si esperaras que rematara con algo porque no podías creerte el halago. Pobrecito. Te levantaste de la acera y te quedaste parado, reacción que me ha hecho pensar en que tal vez estar de pie te hizo sentir menos diminuto.

En eso se me ocurrió jugarte una broma. Fingí que me iba a mi casa, me alejé un poco y me oculté detrás de vos. Con gestos le pedí a Mari que te distrajera. Ella te habló de algo, y supongo que eso te agradó y no te dio chance para fijarte en nada más. Yo medí bien para que la luz del poste no delatara mi sombra. Vestías una camisa de botones cuadriculada y unos shorts de elástico. Me acerqué y te bajé el short con tanta fuerza que me llevé de paso tus calzoncillos. Te subiste la ropa volando, pero alcanzamos a verte todo —la verga minúscula, el culo de piedra pómez—, y nos cagamos de risa.

Fue cuando oí el grito de mamá: me había cachado.

En la casa me soltó un sermón bíblico que ni quiera Dios. Me obligó a disculparme con vos frente a todos. Accedí, solo porque me amenazó con quitarme la Play y regalarla.

Salí a buscarte, pero ya no te encontré. César me dijo que te habías ido corriendo, seguía burlándose de vos cuando lo dijo.

–El marica… –añadió al final.

Bajé la cuadra para ir a traerte. Y entonces vi el tumulto frente a la pulpe. Y unos carros estacionados al lado. Rodeaban algo. Les grité a los demás, y salí corriendo para ver qué sucedía. Y ahí estaba doña Vivi, y también la señora del salón de la otra cuadra, y estaban otros vecinos, y otra señora a quien yo no había visto nunca –después supe que era tu mamá–, llorando desconsolada a tu lado. Trataban de que no viéramos, pero nos las ingeniamos igual. Y no sé qué tanto tiempo pasó, no recuerdo si fue poco o mucho, pero llegó la ambulancia. 

Más tarde una vecina le dio la noticia a mamá.

Al día siguiente, después del almuerzo navideño, nos reunimos con la mara en el parque.  

–Iba llorando –dijo Mari.

Ninguno respondió gran cosa. Yo necesitaba hacerlo, pero las palabras no me salían. Me despedí, y fui para tu casa. Estuve viendo una ventana del segundo piso, preguntándome si ese era tu cuarto, o si dormías abajo. Si tenías hermanos, si tenías papá. Si te gustaban los videojuegos, o si hasta en eso eras distinto.

Al rato salió tu mamá a fumar un cigarro. Casi me voy, pero agarré valor para acercarme.

–Hola –le dije–. ¿Es usted la mamá de…? 

Se me trabó tu apodo en la garganta. Ni siquiera sabía tu nombre, y mejor me callé.

–¿Vos eras amigo de Robertito? 

De esa manera tan amarga lo supe. 

–Con lo entusiasmado que estaba –dijo–. Nunca lo había visto así.

Y me contó el resto.

Después se me acercó, me dio un abrazo incómodo que no pude regresarle, como si me hubiera petrificado en su pecho, y agradeció y volvió a entrar.

Sin decirle a los «muchachos», me fui para el parque. Estuve apoyado en la baranda del puente, viendo correr el agua sucia de la quebrada. Te imaginé ahí. Vi tus mocasines horrendos y tu pinta de nerd a paso torpe de pingüino.

Quisiera bajar y ayudarte, para que no te resbalés como siempre y se te mojen los zapatos. Quisiera haber llegado antes de aquello. Quisiera borrar de mi mente la cara de tu mamá y sus palabras. Todo el tiempo se me vienen: ella parada frente a mí, hablándome como si me conociera de años. Me dice que la última semana te la habías pasado feliz, porque íbamos a llegar el Veinticinco. Dice que no te aguantabas la emoción de llevar amigos a la casa por primera vez. Lo dice sonriendo.

Sobre
Manuel Ayes Callejas (4 de agosto de 1990) es un escritor hondureño nacido en San José, Costa Rica. En 2014 ganó el Concurso Literario Nacional «Lira de Oro» Olimpia Varela y Varela. En 2017 publicó Infortunios, su primer libro de cuentos, como ganador en la Primera Convocatoria para publicaciones del Sistema Editorial Universitario, de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. En ese mismo año participó en el Taller de Creación Literaria impartido por el premio Cervantes Sergio Ramírez en Masatepe, Nicaragua. En 2021 ganó con su cuento titulado «Chicharrón» el Primer Premio en el Concurso Literario de los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán.
Comparte este artículo

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

HISTORIAS RELACIONADAS